sábado, 13 de diciembre de 2014

Echar raíces: Notas marginales




¿Qué llamamos Dios? El hecho fundamental que,
si aun el mundo no tiene sentido, yo pueda decir eso:
que no lo tiene.

                                               Nicolás Gómez Dávila




En uno de sus ensayos más bellos y penetrantes, el escritor húngaro László Földényi reúne una serie de reflexiones críticas en contra de las catástrofes políticas, tecnológicas y ecológicas del mundo moderno. Cuenta Földényi en Dostoyevski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar que en 1854 Dostoyevski había sido enviado como soldado raso a Siberia: “La ciudad estaba rodeada de un árido desierto; ningún árbol, ningún arbusto, sólo arena y abrojo por doquier. La casa habitada por Dostoyevski se hallaba en la zona más desolada de la ciudad, en medio de las dunas”. El escritor ruso trabó amistad con Alexander Yegorovich Vrangel, un joven fiscal con el que solía conversar sobre literatura, filosofía y un poco de religión. Este personaje refiere que juntos leían un libro de Hegel cuyo título no menciona ninguno de los dos. Se trataba, sugiere Földényi, de las Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, en donde se lee: “Primero, hemos de dejar de lado la vertiente norte de Siberia. Se haya fuera del ámbito de nuestro estudio. Las características del país no le permiten ser un escenario para la cultura histórica ni crear una forma propia en la historia universal”.

Las líneas recién citadas habrían de provocar en Dostoyevski un profundo sentimiento de exclusión y marginación. Pero al mismo tiempo Siberia representaba la mejor alternativa para el exilio, para huir del racionalismo envolvente del sistema hegeliano. Siberia, el último rincón del mundo, es tierra de nadie: Dios, al menos tal como Hegel lo entiende, se había olvidado de esa región. Si el dios dominante, el dios triunfante, es el de la razón (más trágico aun, el de la razón instrumental), entonces sabemos a ciencia cierta por qué nuestro mundo, nuestro planeta, se ha vuelto inhóspito, inhabitable. Siberia, insisto, es el sitio idóneo para exiliarnos, para apartarnos de la historia universal. (Ironías de la vida: el calentamiento global ha hecho hoy de Siberia un sitio idóneo para vivir).

Dostoyevski intentaba escapar de un mundo deteriorado, azotado por tempestades ideológicas, herido en los costados, apuñalado, ultrajado, abandonado tal vez. Deshumanizado. En tales circunstancias es preferible huir de este mundo, deshabitarlo. Lo paradójico, sin embargo, es que aun cuando optemos por el auto-exilio, aun cuando creamos que la alternativa idónea es, en términos del árabe Avempace, el <<régimen del solitario>>,  somos y seguiremos siendo habitantes de la tierra. Quienes con frecuencia se percatan, como Dostoyevski, de que no pertenecen a este mundo y de que este mundo tampoco les pertenece, enferman sin que exista algún remedio. La nostalgia y la melancolía se hacen presentes. A esta clase de personas el mundo les es del todo ajeno y al mismo tiempo les preocupa irremediablemente lo que sucede en él. Encontrarse con ellas es más común de lo que parece. Es gente que despierta en nosotros sentimientos encontrados: por una parte, profunda admiración motivada en buena medida por su capacidad para penetrar en el corazón de las cosas, y describirnos a los humanos tal y como somos; por otra, el sufrimiento crónico que poco a poco deteriora sus almas resulta desgarrador. Simone Weil es un personaje de esta especie. Y para mí es un enigma. Me intrigan sus diatribas políticas. Aunque echo de menos el rigor argumentativo que se espera de cualquier filósofo, confieso que simpatizo con su retórica y sus entusiastas defensas de los obreros y los campesinos. No obstante, es cierto que el lector contemporáneo encontrará que algunas de sus ideas socio-políticas son hoy arcaicas.

Una de las mayores preocupaciones de Simone Weil fue el desarraigo. Encuentro una serie de motivos biográficos que explican su interés en dicho tema. El desarraigo es la extirpación de los vínculos afectivos y culturales que naturalmente heredamos y nos procuran un sentido de pertenencia que, en buena medida, nos definen: la raza, la familia, la nacionalidad, las costumbres y la religión, por mencionar algunos ejemplos. Weil nació en una familia judía pero atea, y ajena por completo al judaísmo. (El famosísimo caso Dreyfus que conmocionó a los judíos y a Europa entera en 1894, fue un asunto trivial al seno de la familia Weil). A diferencia del judío estándar, Simone nunca se interesó ni en sus orígenes raciales y mucho menos en la religión de sus antepasados. A este último respecto, se pronunció de manera escueta pero concisa en una carta de 1940 dirigida al gobierno de Vichy. Como se sabe, el veintidós de junio de ese año los nazis ocuparon París tras la firma de un armisticio en el que se aceptaba la ocupación de buena parte del territorio franco y se establecía un gobierno títere, cuya sede era precisamente la comuna francesa de Vichy. En dicha carta salta a la vista una declaración insensible y desconcertante, a mi juicio, si se tiene en cuenta que Simone Weil luchó toda su vida por la dignidad de las personas. Escribe: “No sé la definición de la palabra <<judío>>. ¿Acaso designa este término una raza? No existen razones para suponer que yo tengo algún vínculo, ni por parte de mi padre ni de mi madre, con la gente que vivió en Palestina hace dos mil años. La tradición judía es completamente ajena para mí y ningún texto legal hará que cambie mi parecer”.

Weil prefería mantenerse al margen del tema judío. Los trabajadores, los obreros, los campesinos, los pobres y los oprimidos, eran las verdaderas víctimas, los marginados y, por ello alzó la voz a su favor. Llama la atención, pues, que se  haya preocupado por el desarraigo obrero y campesino y que en su loable defensa de la dignidad de los seres humanos haya omitido a los judíos. Como decía líneas arriba, Simone Weil me intriga. No se concebía a sí misma, en definitiva, como judía. (Aun cuando por sus venas irremediablemente corría esa sangre). En su defensa de la dignidad de los oprimidos y del proletariado adopta una especie, si se me permiten los términos, de humanismo marxista. Sin embargo, tampoco está cómoda ni entre marxistas ni entre comunistas. En principio, Trotsky le agrada hasta cierto punto. A la famosa revista trotskysta La revolucione proletarienne entregó un grupo de artículos pro clase trabajadora. Se entrevistó con Trotsky y le preguntó si alguna vez había visitado una fábrica. El encuentro, al parecer, no fue tan afortunado, y a Trotsky le pareció haber conocido a una más de la clase pequeñoburguesa.

Weil, perdón por la insistencia, es para mí un enigma. Algunos han visto en ella a una intelectual cercana al cristianismo. Juan XXIII y Pablo VI se refirieron a ella como una de las intelectuales más influyentes en el catolicismo de la posguerra. Y, en efecto, una obra como la Gravedad y la gracia está pensada a partir del cristianismo. No obstante, Weil tampoco participaría en la Iglesia Católica: “moriría por la Iglesia, pero no en la Iglesia”, fueron sus palabras. Al parecer, no veía con suficiente claridad que la Iglesia pudiera representar genuinamente al Cristo cuyo legado se traducía en una sola ley subjetiva: amar al prójimo como a uno mismo. Se cuestionó en más de una ocasión que el catolicismo armonizara al Yahvé de los judíos (un Dios impositivo y castigador), con el Padre amoroso de los Evangelios. En síntesis, ni Roma ni Israel.

En verdad que Simone Weil es un enigma. En algo tiene razón: la clase trabajadora ha sido desde siempre marginada. Y junto a ella, también las mujeres. Feministas entusiastas encuentran en ella a una respetable representante de su incansable lucha por dar a las mujeres el lugar que les corresponde. Pero Weil lo dice en repetidas ocasiones: “No soy feminista”. En Simone Weil: An Intellectual Biography (University of Georgia Press, 1989) Gabriella Fiori explica que haber nacido mujer le parecía un infortunio. Su madre deseaba un hijo varón e incluso en alguna ocasión llamó “hijo” a su “hija”. Entre 1925 y 1928, relata Fiori, firmaba las cartas que enviaba a su familia: “su respetuoso hijo”. Weil optó por la vida célibe porque le parecía grotesco y humillante, sigue Fiori, ser deseada por un varón. Por ello, defendió el amor casto, una clase de amor a la humanidad en el que no hacía falta el deseo erótico.

Cuán enigmática es Simone Weil. Algunos han visto en ella una mística. Otros encuentran en su pensamiento un proyecto político, una crítica mordaz contra el capitalismo liberal y contra los totalitarismos. Hay quienes miran en sus planteamientos una especie de misticismo político; otros más piensan que ha reinsertado las raíces griegas en la modernidad. Filósofa, mística, maestra de escuela, campesina, sindicalista.  Judía secular, cristiana intermitente, izquierdista heterodoxa. ¿Quién es Simone Weil? ¿Cómo definir a una mujer sin raíces? La respuesta es más o menos sencilla: por sus acciones, su compromiso social, su pensamiento contestatario. Hay demasiado que decir. El humanismo contestatario de Simone Weil echa raíces. En mi opinión el suyo es un proyecto moral. Y aquí es en donde quisiera polemizar: Weil no tiene un planteamiento político. Una cosa es tener intereses políticos y otra muy distinta construir un pensamiento político. El de Weil es, insisto, un planteamiento moral, un alegato a favor de los seres humanos que incluye – eso es tan claro como el agua – el ataque justificado a la ineficiencia de los sistemas socio-políticos y económicos cuyos resultados han sido catastróficos e incuestionablemente decepcionantes.

Echar raíces se ha leído como una obra política. Y, en efecto, tal vez en ningún otro escrito Simone Weil exprese con tanta claridad sus preocupaciones socio-políticas; en ninguna otra de sus obras describe con tal nitidez la violencia y la irracionalidad que caracterizan a las sociedades modernas. Sin embargo, tras la lectura atenta de este escrito, de inmediato podemos percatarnos del verdadero interés de la autora: la moral. Desde las primeras líneas del libro se formula una crítica contra la noción de “derechos del hombre”. La modernidad ilustrada defiende a rajatabla la necesidad de los derechos de los individuos. Nos hemos habituado, incluso, a condenar la violación de los Derechos Humanos. Sin embargo, hablar de derechos supone relegar las relaciones humanas al ámbito de la legalidad y no al ámbito de la moral. La legalidad suele formularse de forma negativa: la ley es necesaria porque ha de castigarse la impunidad. Por lo general, se cree que una nación ha madurado ética y cívicamente en la medida en que su sistema legal es eficaz y respetado: los ciudadanos se someten libremente a él porque de esa manera están protegidos contra cualquier abuso que pueda cometerse en su contra. No obstante, la centralidad de la ley como el mecanismo más efectivo para regular las relaciones entre individuos resulta, en realidad, vergonzoso. Si fuésemos agentes morales óptimos, prevalecería la moralidad  y los legisladores, jueces, juristas y abogados serían inútiles. El derecho es un producto cultural extraño por completo a la moralidad.

La crítica contra la noción de derecho es fundamental para Simone Weil. De acuerdo a ella, “La noción de obligación prima sobre la de derecho, que está subordinada a ella y es relativa a ella”. En vez de “derechos”, Weil prefiere hablar de necesidades y obligaciones. Estas nociones vinculan a los seres humanos. La ley es mediadora entre los seres humanos. Existen personas que prefieren no dañar a un tercero porque la ley podría sancionarlos pero, en cambio, un agente moral recto respeta a un tercero porque lo reconoce directamente como un ser humano digno de respeto. Las acciones de un legalista están motivadas por el respeto que le inspira la ley. En contraste, las acciones morales están motivadas porque, al margen de las leyes y los llamados derechos positivos, los seres humanos nos reconocemos como sujetos, en palabras de Weil, como un “destino eterno”. Las instituciones, las colectividades, carecen de un destino eterno: son temporales y perecederas. Si acaso por ello, Weil se mantuvo al margen en la medida de lo posible de cualquier institución política o religiosa. Las instituciones son positivas, y en ellas las personas son instrumentos que tarde o temprano dejan de servir y son relegadas y abandonadas como si fuesen parte del mobiliario. Creo que Weil es categórica al afirmar que las personas están por encima de cualquier institución. Este alegato a favor de las personas tiene en cuenta que éstas poseen obligaciones morales. Escribe a este respecto: “Ningún ser humano puede sustraerse a sus obligaciones en circunstancia alguna sin cometer un crimen, salvo en el caso de que al ser incompatibles dos obligaciones reales se vea forzado a incumplir una de ellas.”

La obligación, tal como la plantea Simone Weil, es una noción moral. El derecho es, en cambio, una noción legal. El derecho considera a los seres humanos desde el punto de vista de los demás. En otros términos, el derecho regula las relaciones subjetivas y, como tal, actúa en el orden objetivo (en el ámbito social, político y económico). En contraste, las obligaciones provienen de la naturaleza íntima del ser humano y se definen a partir de los propios sujetos, sin importar los vínculos legales establecidos por las convenciones sociales. En tal grado radican las obligaciones en lo más hondo del corazón humano que, afirma Weil, si hubiese “un hombre solo en el universo no tendría ningún derecho pero sí tendría obligaciones”. La obligación “responde al destino eterno del ser humano, tal destino no es su objeto directo. El destino eterno de un ser humano no puede ser objeto de obligación alguna porque no está subordinado a acciones exteriores”.

¿Cuáles son las obligaciones a las que Weil se refiere? En primer lugar, el respeto. Una obligación que debe manifestarse de manera real y no aparente. A mi juicio, Weil entiende esta obligación de manera eminentemente moral. El respeto real supone el verdadero reconocimiento del mundo y las personas como sujetos con determinadas necesidades. Reconocer al otro es aceptarlo como un ser humano que es idéntico a mí: libre, racional, con determinadas opiniones y pareceres, preocupaciones y aflicciones y, sobre todo, con determinadas necesidades; existe, además, un vínculo natural y universal entre todos los seres humanos. Por ello, cada uno es sujeto digno de respeto. La moderna noción de “tolerancia” no tiene mucho que ver con la aceptación moral a la que apunta Simone Weil. Tolerar es sinónimo de soportar. Y Weil apunta a un acto de aceptación empática por la que estamos dispuestos a preocuparnos y ocuparnos de los demás. Y redacta unas líneas magníficas:

La consciencia humana nunca ha variado en este punto. Hace miles de años los egipcios creían que un alma no puede justificarse después de la muerte si no es capaz de decir: <<No dejé a nadie pasar hambre>>. Los cristianos saben que se exponen a que el propio Cristo les diga un día: <<Tuve hambre y no me diste de comer>>. Todo el mundo concibe el progreso, principalmente, como el paso de un estadio de la sociedad en que las gentes no pasen hambre. Si la cuestión se plantea en términos generales, nadie considerará inocente a un hombre que teniendo alimento en abundancia y encontrando ante su puerta a alguien medio muerto de hambre pase por su lado sin darle nada.
Es pues una obligación eterna hacia el ser humano no dejarle pasar hambre cuando se le puede socorrer.

El respeto como la obligación más evidente sirve, afirma Weil, como el punto de partida para elaborar la lista de las demás obligaciones eternas. Ésta se corresponde con las necesidades vitales o necesidades del alma. Algunas necesidades, como el hambre, son físicas y, entre éstas se añade a la lista la protección contra la violencia, el alojamiento, el vestido, la higiene, la atención en caso de enfermedad, etc. Hay otras necesidades que no son físicas, sino que atañen a la vida moral. Éstas son mucho más difíciles de definir que las necesidades físicas. No obstante, Weil ofrece una larga lista que, a mi juicio, resulta bastante indicativa. En ésta se incluyen, por ejemplo, la libertad, la igualdad, el honor, la libertad de expresión y la seguridad, por mencionar algunas. Llama la atención que Weil incluya en esta lista la necesidad de la verdad. “La necesidad de verdad es la más sagrada de todas”. En un mundo habituado a mentir, Weil reclama la necesidad de que las personas puedan acceder a la educación, los libros y la cultura, con la finalidad de que puedan instruirse, pensar por sí mismas y evitar a toda costa el engaño y la mentira.

Las anteriores son, evidentemente, obligaciones morales. Weil no es una pensadora política. Es, en todo caso, anti-política. La dignidad, el arraigo, el respeto, son todas necesidades y obligaciones que han sido constantemente violadas por los gobiernos más poderosos: ni las políticas liberales ni los sistemas dictatoriales han logrado garantizarlas. En todo caso, las han incorporado a su retórica banal y superflua. La política liberal está obligada a respetar y garantizar los Derechos Humanos de los ciudadanos. Es  ésta la retórica universal de nuestros días. Sin embargo, como sugiere la propia Weil, habría que preguntarse si proteger los derechos de las personas supone también garantizar la justicia. Y, en efecto, la armonía entre derechos y justicia es bastante compleja. En nuestros tiempos tan violentos vemos, por ejemplo, con qué facilidad se establecen medidas de seguridad preventivas que son limitativas para las personas. Cualquier Estado puede clausurar las leyes y los Derechos Humanos bajo el pretexto de que la seguridad o el bien público están en riesgo. El anterior es un criterio propio hasta de los gobiernos liberales que defienden a toda costa la libertad y los derechos de los individuos. Aun en los Estados Unidos, por ejemplo, pueden suspenderse las leyes e incluso actuar en su contra si el gobierno considera que se ha puesto en riesgo el bien público.

Siempre podremos preguntarnos si existe alguna resolución moralmente satisfactoria para resolver situaciones como la que acabo de describir. Hasta el momento la respuesta sigue siendo compleja, y ningún gobierno ha sido lo suficientemente eficaz como para armonizar la protección de los derechos con la justicia. Weil pone el dedo en la llaga. Por eso mismo, creo que no propone en modo alguno una alternativa política. Al contrario, sus diatribas subrayan que las alternativas políticas que tenemos a la mano han vulnerado las obligaciones morales y las necesidades vitales de los seres humanos.

Crisis económicas mundiales, deterioro ecológico, guerra, violencia, narcotráfico, pobreza, marginación, asesinato, extremismos ideológicos y religiosos. El  mundo, decía líneas arriba, ha sido ultrajado, herido, abandonado. Deshumanizado. Weil, la enigmática Weil, defiende con todo y sus inconsistencias la necesidad de un mundo moral. Anárquica a veces, idealista con frecuencia, ingenua de vez en vez, se pronuncia con pasión a favor de la dignidad y la justicia, el orden y la belleza, la bondad y la verdad. Algo hay que reconocer: su pensamiento arriesgadamente naïve cristaliza en la acción: Weil convive y trabaja con los obreros y los campesinos, vive en carne propia la pesadez de la jornada laboral. En este sentido, no es autora de un discurso abstracto y vacuo construido a partir de un aglutinante conjunto de buenas intenciones. El mundo no está para las almas bellas (aquellas bien intencionadas pero incapaces de actuar). Mentiras, frivolidad, hipocresía e ideologías baratas las hay por doquier. Weil está dispuesta a tomar una postura moral, a actuar y a ser coherente con ella misma. (El tema judío es la piedra en el zapato). En este sentido, su actitud es una lección de vida para quienes erigen modelos de santidad pero sus acciones resultan reprobables.

Weil tiene razón: ni la política ni la ciencia teórica ofrecen resoluciones a los problemas que nos aquejan. Nuestros sistemas políticos, la democracia incluida, son limitados. Nadie ha sido capaz de dar una resolución efectiva al problema más grave: la pobreza. Por ello, como piensa Simone Weil, viene al caso replantearse la finalidad de los sistemas políticos, de la educación y, por qué no, de la economía. Su diagnóstico recuerda al “extranjero” de Albert Camus, el editor, por cierto, de Echar raíces: un extraño viviendo en un mundo que le resulta completamente ajeno. Es el mismo sentimiento que nos provocan las crisis actuales: el extrañamiento del mundo y de la cultura, en palabras de Hegel. Son la violencia y los excesos de la razón instrumental (esa detestable manía de explicarlo todo en términos económicos como “eficiencia máxima”, “calidad total”, “relación costo-beneficio”, “éxito”) la que nos ha vuelto habitantes de un mundo extraño. Es la retórica del poder, la dominación y la conveniencia la que nos ha desarraigado.

Hacia el final del bellísimo ensayo de László Földényi que referí en los primeros párrafos, el húngaro escribe que tras el destrono de Dios y la instauración de esa “sensación humana de éxito” que hoy se nos inculca por doquier, el curso de nuestras vidas parece bastante gris. Luis Buñuel, recuerda Földényi, dijo alguna vez medio en broma que la universalidad de la fe cristiana había llegado a su fin en el siglo XX porque la Iglesia había exagerado a tal grado la descripción de los horrores del infierno que ya nadie la tomaba en serio. ¿Cuentos para asustar a los niños? Me permito citar las líneas finales del ensayo en cuestión:

El verdadero infierno, sin embargo, no es tan colorido como se presenta en los cuentos. Antes bien, parece natural, sensato, lógico. Como el mundo de Hegel al que Dostoyevski regresó desde Siberia. El único lugar al que podía ir. Libre de todo encanto. Cuando la plenitud del Ser, el Todo cósmico se reduce a un mundo técnicamente manipulable: eso es el infierno. No necesita ni diablos, ni lenguas de fuego, ni lagos de brea hirviente. Bastan el olvido y la ilusión de que la frontera del ser humano no es lo divino, sino lo palpable, y que el caldo de cultivo del espíritu no es lo imposible, sino algo terriblemente racional y aburrido: lo posible.

Weil recordaba con cierta frecuencia que Cristo había llorado al ver los horrores de la destrucción de Jerusalén. Cristo se habría preguntado, seguramente, en dónde estaba el Padre. ¿En dónde está el Deus Absconditus? ¿Por qué permite el mal, el dolor, la tragedia, la enfermedad, la pobreza? Paradojas de lo divino: lo ausente se hace presente. En efecto, el mal como problema metafísico que hasta cierto punto se traduce en la ausencia de Dios, es el que motiva las reflexiones místicas de Simone Weil. La huida, la reducción a la nulidad de este mundo deteriorado, es el remedio más efectivo para curarnos del desarraigo. El mundo es un escenario profundamente desalentador. Pero sólo en un entorno aflictivo pueden florecer la esperanza, la fe y el amor. La paradoja de lo divino, estar presente estando ausente, es algo que Weil conoció a partir de su interés en la filosofía griega (especialmente la de Platón, el fundador de la mística occidental, en sus propias palabras), en la tradición cristiana y en la recitación del Padrenuestro. Al morir en 1943 Simone Weil dejó sus ensayos espirituales y algunas meditaciones religiosas (incluido, por ejemplo, un comentario al Padrenuestro) al padre Joseph Marie Perrin.

El padre Perrin reconoció con profundidad la vida interior de Simone Weil. Tras una visita que en 1937 hiciera Simone a la campiña de Asís, en Italia, quedó sinceramente impactada por la capilla de Santa María degli Angeli. Encontró la belleza del templo contrastante con la fealdad del mundo. A partir de dicha experiencia estético-religiosa sospecha que la creación es un acto a través del cual Dios emprende la retirada del mundo. Dios crea y abandona su creación porque prefiere apostar por la libertad de los seres humanos. Plantea así una dificultad teológica discutida por los teólogos más destacados del siglo XX, desde Paul Tillich y Karl Barth hasta John Milbank y, por extraño que parezca, por pensadores contemporáneos como Slavoj Žižek (véase, por ejemplo, el recién publicado The Monstrosity of Christ, MIT, 2009, una conversación entre Milbank y Žižek sobre las paradojas del cristianismo). Dios, según Simone Weil se ha retirado: la creación ha sido al mismo tiempo des-creación. El mundo, pues, está vacío de Dios. Y escribe:


Es necesaria la representación del mundo en la que exista el vacío con la finalidad de que el mundo tenga necesidad de Dios. Eso entraña dolor. Amar la verdad significa soportar el vacío y, por consiguiente, aceptar la muerte. La verdad se encuentra al lado de la muerte… en instantes de vacío mental, de intuición pura. Sólo en instantes así se es capaz de lo sobrenatural. Quien por momentos soporta el vacío, o bien obtiene el pan sobrenatural, o bien cae. El riesgo es terrible, pero hay que correrlo.

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