¿Qué llamamos Dios? El hecho
fundamental que,
si aun el mundo no tiene
sentido, yo pueda decir eso:
que no lo tiene.
Nicolás
Gómez Dávila
En uno de sus ensayos más bellos y penetrantes, el escritor húngaro
László Földényi reúne una serie de reflexiones críticas en contra de las
catástrofes políticas, tecnológicas y ecológicas del mundo moderno. Cuenta
Földényi en Dostoyevski lee a Hegel en
Siberia y rompe a llorar que en 1854 Dostoyevski había sido enviado como
soldado raso a Siberia: “La ciudad estaba rodeada de un árido desierto; ningún
árbol, ningún arbusto, sólo arena y abrojo por doquier. La casa habitada por
Dostoyevski se hallaba en la zona más desolada de la ciudad, en medio de las dunas”.
El escritor ruso trabó amistad con Alexander Yegorovich Vrangel, un joven
fiscal con el que solía conversar sobre literatura, filosofía y un poco de
religión. Este personaje refiere que juntos leían un libro de Hegel cuyo título
no menciona ninguno de los dos. Se trataba, sugiere Földényi, de las Lecciones de Filosofía de la Historia
Universal, en donde se lee: “Primero, hemos de dejar de lado la vertiente
norte de Siberia. Se haya fuera del ámbito de nuestro estudio. Las
características del país no le permiten ser un escenario para la cultura
histórica ni crear una forma propia en la historia universal”.
Las líneas recién citadas habrían de provocar en Dostoyevski un
profundo sentimiento de exclusión y marginación. Pero al mismo tiempo Siberia
representaba la mejor alternativa para el exilio, para huir del racionalismo
envolvente del sistema hegeliano. Siberia, el último rincón del mundo, es
tierra de nadie: Dios, al menos tal como Hegel lo entiende, se había olvidado
de esa región. Si el dios dominante, el dios triunfante, es el de la razón (más
trágico aun, el de la razón instrumental), entonces sabemos a ciencia cierta
por qué nuestro mundo, nuestro planeta, se ha vuelto inhóspito, inhabitable.
Siberia, insisto, es el sitio idóneo para exiliarnos, para apartarnos de la
historia universal. (Ironías de la vida: el calentamiento global ha hecho hoy
de Siberia un sitio idóneo para vivir).
Dostoyevski intentaba escapar de un mundo deteriorado, azotado por
tempestades ideológicas, herido en los costados, apuñalado, ultrajado,
abandonado tal vez. Deshumanizado. En tales circunstancias es preferible huir
de este mundo, deshabitarlo. Lo paradójico, sin embargo, es que aun cuando
optemos por el auto-exilio, aun cuando creamos que la alternativa idónea es, en
términos del árabe Avempace, el <<régimen del solitario>>, somos y seguiremos siendo habitantes de la
tierra. Quienes con frecuencia se percatan, como Dostoyevski, de que no
pertenecen a este mundo y de que este mundo tampoco les pertenece, enferman sin
que exista algún remedio. La nostalgia y la melancolía se hacen presentes. A
esta clase de personas el mundo les es del todo ajeno y al mismo tiempo les
preocupa irremediablemente lo que sucede en él. Encontrarse con ellas es más
común de lo que parece. Es gente que despierta en nosotros sentimientos
encontrados: por una parte, profunda admiración motivada en buena medida por su
capacidad para penetrar en el corazón de las cosas, y describirnos a los
humanos tal y como somos; por otra, el sufrimiento crónico que poco a poco
deteriora sus almas resulta desgarrador. Simone Weil es un personaje de esta
especie. Y para mí es un enigma. Me intrigan sus diatribas políticas. Aunque
echo de menos el rigor argumentativo que se espera de cualquier filósofo,
confieso que simpatizo con su retórica y sus entusiastas defensas de los
obreros y los campesinos. No obstante, es cierto que el lector contemporáneo
encontrará que algunas de sus ideas socio-políticas son hoy arcaicas.
Una de las mayores preocupaciones de Simone Weil fue el desarraigo.
Encuentro una serie de motivos biográficos que explican su interés en dicho
tema. El desarraigo es la extirpación de los vínculos afectivos y culturales
que naturalmente heredamos y nos procuran un sentido de pertenencia que, en buena
medida, nos definen: la raza, la familia, la nacionalidad, las costumbres y la
religión, por mencionar algunos ejemplos. Weil nació en una familia judía pero
atea, y ajena por completo al judaísmo. (El famosísimo caso Dreyfus que
conmocionó a los judíos y a Europa entera en 1894, fue un asunto trivial al
seno de la familia Weil). A diferencia del judío estándar, Simone nunca se
interesó ni en sus orígenes raciales y mucho menos en la religión de sus
antepasados. A este último respecto, se pronunció de manera escueta pero
concisa en una carta de 1940 dirigida al gobierno de Vichy. Como se sabe, el
veintidós de junio de ese año los nazis ocuparon París tras la firma de un
armisticio en el que se aceptaba la ocupación de buena parte del territorio
franco y se establecía un gobierno títere, cuya sede era precisamente la comuna
francesa de Vichy. En dicha carta salta a la vista una declaración insensible y
desconcertante, a mi juicio, si se tiene en cuenta que Simone Weil luchó toda
su vida por la dignidad de las personas. Escribe: “No sé la definición de la
palabra <<judío>>. ¿Acaso designa este término una raza? No existen
razones para suponer que yo tengo algún vínculo, ni por parte de mi padre ni de
mi madre, con la gente que vivió en Palestina hace dos mil años. La tradición
judía es completamente ajena para mí y ningún texto legal hará que cambie mi
parecer”.
Weil prefería mantenerse al margen del tema judío. Los trabajadores,
los obreros, los campesinos, los pobres y los oprimidos, eran las verdaderas víctimas,
los marginados y, por ello alzó la voz a su favor. Llama la atención, pues, que
se haya preocupado por el desarraigo
obrero y campesino y que en su loable defensa de la dignidad de los seres
humanos haya omitido a los judíos. Como decía líneas arriba, Simone Weil me
intriga. No se concebía a sí misma, en definitiva, como judía. (Aun cuando por
sus venas irremediablemente corría esa sangre). En su defensa de la dignidad de
los oprimidos y del proletariado adopta una especie, si se me permiten los términos,
de humanismo marxista. Sin embargo, tampoco está cómoda ni entre marxistas ni entre
comunistas. En principio, Trotsky le agrada hasta cierto punto. A la famosa
revista trotskysta La revolucione
proletarienne entregó un grupo de artículos pro clase trabajadora. Se entrevistó con Trotsky y le preguntó si
alguna vez había visitado una fábrica. El encuentro, al parecer, no fue tan
afortunado, y a Trotsky le pareció haber conocido a una más de la clase
pequeñoburguesa.
Weil, perdón por la insistencia, es para mí un enigma. Algunos han
visto en ella a una intelectual cercana al cristianismo. Juan XXIII y Pablo VI
se refirieron a ella como una de las intelectuales más influyentes en el
catolicismo de la posguerra. Y, en efecto, una obra como la Gravedad y la gracia está pensada a
partir del cristianismo. No obstante, Weil tampoco participaría en la Iglesia
Católica: “moriría por la Iglesia,
pero no en la Iglesia”, fueron sus
palabras. Al parecer, no veía con suficiente claridad que la Iglesia pudiera
representar genuinamente al Cristo cuyo legado se traducía en una sola ley
subjetiva: amar al prójimo como a uno mismo. Se cuestionó en más de una ocasión
que el catolicismo armonizara al Yahvé de los judíos (un Dios impositivo y
castigador), con el Padre amoroso de los Evangelios. En síntesis, ni Roma ni
Israel.
En verdad que Simone Weil es un enigma. En algo tiene razón: la clase
trabajadora ha sido desde siempre marginada. Y junto a ella, también las
mujeres. Feministas entusiastas encuentran en ella a una respetable
representante de su incansable lucha por dar a las mujeres el lugar que les
corresponde. Pero Weil lo dice en repetidas ocasiones: “No soy feminista”. En Simone Weil: An Intellectual Biography (University
of Georgia Press, 1989) Gabriella Fiori explica que haber nacido mujer le
parecía un infortunio. Su madre deseaba un hijo varón e incluso en alguna
ocasión llamó “hijo” a su “hija”. Entre 1925 y 1928, relata Fiori, firmaba las
cartas que enviaba a su familia: “su respetuoso hijo”. Weil optó por la vida
célibe porque le parecía grotesco y humillante, sigue Fiori, ser deseada por un
varón. Por ello, defendió el amor casto, una clase de amor a la humanidad en el
que no hacía falta el deseo erótico.
Cuán enigmática es Simone Weil. Algunos han visto en ella una mística.
Otros encuentran en su pensamiento un proyecto político, una crítica mordaz
contra el capitalismo liberal y contra los totalitarismos. Hay quienes miran en
sus planteamientos una especie de misticismo político; otros más piensan que ha
reinsertado las raíces griegas en la modernidad. Filósofa, mística, maestra de
escuela, campesina, sindicalista. Judía
secular, cristiana intermitente, izquierdista heterodoxa. ¿Quién es Simone
Weil? ¿Cómo definir a una mujer sin raíces? La respuesta es más o menos
sencilla: por sus acciones, su compromiso social, su pensamiento contestatario.
Hay demasiado que decir. El humanismo contestatario de Simone Weil echa raíces. En mi opinión el suyo es un
proyecto moral. Y aquí es en donde quisiera polemizar: Weil no tiene un
planteamiento político. Una cosa es tener intereses políticos y otra muy
distinta construir un pensamiento político. El de Weil es, insisto, un
planteamiento moral, un alegato a favor de los seres humanos que incluye – eso
es tan claro como el agua – el ataque justificado a la ineficiencia de los
sistemas socio-políticos y económicos cuyos resultados han sido catastróficos e
incuestionablemente decepcionantes.
Echar raíces se
ha leído como una obra política. Y, en efecto, tal vez en ningún otro escrito
Simone Weil exprese con tanta claridad sus preocupaciones socio-políticas; en
ninguna otra de sus obras describe con tal nitidez la violencia y la
irracionalidad que caracterizan a las sociedades modernas. Sin embargo, tras la
lectura atenta de este escrito, de inmediato podemos percatarnos del verdadero
interés de la autora: la moral. Desde las primeras líneas del libro se formula
una crítica contra la noción de “derechos del hombre”. La modernidad ilustrada
defiende a rajatabla la necesidad de los derechos de los individuos. Nos hemos
habituado, incluso, a condenar la violación de los Derechos Humanos. Sin
embargo, hablar de derechos supone relegar las relaciones humanas al ámbito de
la legalidad y no al ámbito de la moral. La legalidad suele formularse de forma
negativa: la ley es necesaria porque ha de castigarse la impunidad. Por lo
general, se cree que una nación ha madurado ética y cívicamente en la medida en
que su sistema legal es eficaz y respetado: los ciudadanos se someten libremente
a él porque de esa manera están protegidos contra cualquier abuso que pueda
cometerse en su contra. No obstante, la centralidad de la ley como el mecanismo
más efectivo para regular las relaciones entre individuos resulta, en realidad,
vergonzoso. Si fuésemos agentes morales óptimos, prevalecería la moralidad y los legisladores, jueces, juristas y
abogados serían inútiles. El derecho es un producto cultural extraño por
completo a la moralidad.
La crítica contra la noción de derecho es fundamental para Simone
Weil. De acuerdo a ella, “La noción de obligación prima sobre la de derecho,
que está subordinada a ella y es relativa a ella”. En vez de “derechos”, Weil
prefiere hablar de necesidades y obligaciones. Estas nociones vinculan a los
seres humanos. La ley es mediadora entre los seres humanos. Existen personas
que prefieren no dañar a un tercero porque la ley podría sancionarlos pero, en
cambio, un agente moral recto respeta a un tercero porque lo reconoce
directamente como un ser humano digno de respeto. Las acciones de un legalista
están motivadas por el respeto que le inspira la ley. En contraste, las
acciones morales están motivadas porque, al margen de las leyes y los llamados
derechos positivos, los seres humanos nos reconocemos como sujetos, en palabras
de Weil, como un “destino eterno”. Las instituciones, las colectividades,
carecen de un destino eterno: son temporales y perecederas. Si acaso por ello,
Weil se mantuvo al margen en la medida de lo posible de cualquier institución
política o religiosa. Las instituciones son positivas, y en ellas las personas
son instrumentos que tarde o temprano dejan de servir y son relegadas y
abandonadas como si fuesen parte del mobiliario. Creo que Weil es categórica al
afirmar que las personas están por encima de cualquier institución. Este
alegato a favor de las personas tiene en cuenta que éstas poseen obligaciones
morales. Escribe a este respecto: “Ningún ser humano puede sustraerse a sus
obligaciones en circunstancia alguna sin cometer un crimen, salvo en el caso de
que al ser incompatibles dos obligaciones reales se vea forzado a incumplir una
de ellas.”
La obligación, tal como la plantea Simone Weil, es una noción moral.
El derecho es, en cambio, una noción legal. El derecho considera a los seres
humanos desde el punto de vista de los demás. En otros términos, el derecho
regula las relaciones subjetivas y, como tal, actúa en el orden objetivo (en el
ámbito social, político y económico). En contraste, las obligaciones provienen
de la naturaleza íntima del ser humano y se definen a partir de los propios
sujetos, sin importar los vínculos legales establecidos por las convenciones
sociales. En tal grado radican las obligaciones en lo más hondo del corazón
humano que, afirma Weil, si hubiese “un hombre solo en el universo no tendría
ningún derecho pero sí tendría obligaciones”. La obligación “responde al
destino eterno del ser humano, tal destino no es su objeto directo. El destino
eterno de un ser humano no puede ser objeto de obligación alguna porque no está
subordinado a acciones exteriores”.
¿Cuáles son las obligaciones a las que Weil se refiere? En primer
lugar, el respeto. Una obligación que debe manifestarse de manera real y no
aparente. A mi juicio, Weil entiende esta obligación de manera eminentemente moral.
El respeto real supone el verdadero reconocimiento del mundo y las personas
como sujetos con determinadas necesidades. Reconocer al otro es aceptarlo como
un ser humano que es idéntico a mí: libre, racional, con determinadas opiniones
y pareceres, preocupaciones y aflicciones y, sobre todo, con determinadas
necesidades; existe, además, un vínculo natural y universal entre todos los
seres humanos. Por ello, cada uno es sujeto digno de respeto. La moderna noción
de “tolerancia” no tiene mucho que ver con la aceptación moral a la que apunta
Simone Weil. Tolerar es sinónimo de soportar. Y Weil apunta a un acto de
aceptación empática por la que estamos dispuestos a preocuparnos y ocuparnos de
los demás. Y redacta unas líneas magníficas:
La consciencia humana nunca ha
variado en este punto. Hace miles de años los egipcios creían que un alma no
puede justificarse después de la muerte si no es capaz de decir: <<No
dejé a nadie pasar hambre>>. Los cristianos saben que se exponen a que el
propio Cristo les diga un día: <<Tuve hambre y no me diste de
comer>>. Todo el mundo concibe el progreso, principalmente, como el paso
de un estadio de la sociedad en que las gentes no pasen hambre. Si la cuestión
se plantea en términos generales, nadie considerará inocente a un hombre que
teniendo alimento en abundancia y encontrando ante su puerta a alguien medio
muerto de hambre pase por su lado sin darle nada.
Es pues una obligación eterna
hacia el ser humano no dejarle pasar hambre cuando se le puede socorrer.
El respeto como la obligación más evidente sirve, afirma Weil, como el
punto de partida para elaborar la lista de las demás obligaciones eternas. Ésta
se corresponde con las necesidades vitales o necesidades del alma. Algunas
necesidades, como el hambre, son físicas y, entre éstas se añade a la lista la
protección contra la violencia, el alojamiento, el vestido, la higiene, la
atención en caso de enfermedad, etc. Hay otras necesidades que no son físicas,
sino que atañen a la vida moral. Éstas son mucho más difíciles de definir que
las necesidades físicas. No obstante, Weil ofrece una larga lista que, a mi
juicio, resulta bastante indicativa. En ésta se incluyen, por ejemplo, la
libertad, la igualdad, el honor, la libertad de expresión y la seguridad, por
mencionar algunas. Llama la atención que Weil incluya en esta lista la
necesidad de la verdad. “La necesidad de verdad es la más sagrada de todas”. En
un mundo habituado a mentir, Weil reclama la necesidad de que las personas
puedan acceder a la educación, los libros y la cultura, con la finalidad de que
puedan instruirse, pensar por sí mismas y evitar a toda costa el engaño y la
mentira.
Las anteriores son, evidentemente, obligaciones morales. Weil no es
una pensadora política. Es, en todo caso, anti-política. La dignidad, el
arraigo, el respeto, son todas necesidades y obligaciones que han sido
constantemente violadas por los gobiernos más poderosos: ni las políticas
liberales ni los sistemas dictatoriales han logrado garantizarlas. En todo
caso, las han incorporado a su retórica banal y superflua. La política liberal
está obligada a respetar y garantizar los Derechos Humanos de los ciudadanos.
Es ésta la retórica universal de
nuestros días. Sin embargo, como sugiere la propia Weil, habría que preguntarse
si proteger los derechos de las personas supone también garantizar la justicia.
Y, en efecto, la armonía entre derechos y justicia es bastante compleja. En
nuestros tiempos tan violentos vemos, por ejemplo, con qué facilidad se
establecen medidas de seguridad preventivas que son limitativas para las
personas. Cualquier Estado puede clausurar las leyes y los Derechos Humanos
bajo el pretexto de que la seguridad o el bien público están en riesgo. El
anterior es un criterio propio hasta de los gobiernos liberales que defienden a
toda costa la libertad y los derechos de los individuos. Aun en los Estados
Unidos, por ejemplo, pueden suspenderse las leyes e incluso actuar en su contra
si el gobierno considera que se ha puesto en riesgo el bien público.
Siempre podremos preguntarnos si existe alguna resolución moralmente
satisfactoria para resolver situaciones como la que acabo de describir. Hasta
el momento la respuesta sigue siendo compleja, y ningún gobierno ha sido lo
suficientemente eficaz como para armonizar la protección de los derechos con la
justicia. Weil pone el dedo en la llaga. Por eso mismo, creo que no propone en
modo alguno una alternativa política. Al contrario, sus diatribas subrayan que
las alternativas políticas que tenemos a la mano han vulnerado las obligaciones
morales y las necesidades vitales de los seres humanos.
Crisis económicas mundiales, deterioro ecológico, guerra, violencia,
narcotráfico, pobreza, marginación, asesinato, extremismos ideológicos y
religiosos. El mundo, decía líneas
arriba, ha sido ultrajado, herido, abandonado. Deshumanizado. Weil, la
enigmática Weil, defiende con todo y sus inconsistencias la necesidad de un
mundo moral. Anárquica a veces, idealista con frecuencia, ingenua de vez en
vez, se pronuncia con pasión a favor de la dignidad y la justicia, el orden y
la belleza, la bondad y la verdad. Algo hay que reconocer: su pensamiento
arriesgadamente naïve cristaliza en
la acción: Weil convive y trabaja con los obreros y los campesinos, vive en
carne propia la pesadez de la jornada laboral. En este sentido, no es autora de
un discurso abstracto y vacuo construido a partir de un aglutinante conjunto de
buenas intenciones. El mundo no está para las almas bellas (aquellas bien
intencionadas pero incapaces de actuar). Mentiras, frivolidad, hipocresía e
ideologías baratas las hay por doquier. Weil está dispuesta a tomar una postura
moral, a actuar y a ser coherente con ella misma. (El tema judío es la piedra
en el zapato). En este sentido, su actitud es una lección de vida para quienes erigen
modelos de santidad pero sus acciones resultan reprobables.
Weil tiene razón: ni la política ni la ciencia teórica ofrecen
resoluciones a los problemas que nos aquejan. Nuestros sistemas políticos, la
democracia incluida, son limitados. Nadie ha sido capaz de dar una resolución
efectiva al problema más grave: la pobreza. Por ello, como piensa Simone Weil,
viene al caso replantearse la finalidad de los sistemas políticos, de la
educación y, por qué no, de la economía. Su diagnóstico recuerda al “extranjero”
de Albert Camus, el editor, por cierto, de Echar
raíces: un extraño viviendo en un mundo que le resulta completamente ajeno.
Es el mismo sentimiento que nos provocan las crisis actuales: el extrañamiento
del mundo y de la cultura, en palabras de Hegel. Son la violencia y los excesos
de la razón instrumental (esa detestable manía de explicarlo todo en términos
económicos como “eficiencia máxima”, “calidad total”, “relación
costo-beneficio”, “éxito”) la que nos ha vuelto habitantes de un mundo extraño.
Es la retórica del poder, la dominación y la conveniencia la que nos ha
desarraigado.
Hacia el final del bellísimo ensayo de László Földényi que referí en
los primeros párrafos, el húngaro escribe que tras el destrono de Dios y la
instauración de esa “sensación humana de éxito” que hoy se nos inculca por
doquier, el curso de nuestras vidas parece bastante gris. Luis Buñuel, recuerda
Földényi, dijo alguna vez medio en broma que la universalidad de la fe
cristiana había llegado a su fin en el siglo XX porque la Iglesia había
exagerado a tal grado la descripción de los horrores del infierno que ya nadie
la tomaba en serio. ¿Cuentos para asustar a los niños? Me permito citar las
líneas finales del ensayo en cuestión:
El verdadero infierno, sin
embargo, no es tan colorido como se presenta en los cuentos. Antes bien, parece
natural, sensato, lógico. Como el mundo de Hegel al que Dostoyevski regresó
desde Siberia. El único lugar al que podía ir. Libre de todo encanto. Cuando la
plenitud del Ser, el Todo cósmico se reduce a un mundo técnicamente
manipulable: eso es el infierno. No necesita ni diablos, ni lenguas de fuego,
ni lagos de brea hirviente. Bastan el olvido y la ilusión de que la frontera
del ser humano no es lo divino, sino lo palpable, y que el caldo de cultivo del
espíritu no es lo imposible, sino algo terriblemente racional y aburrido: lo
posible.
Weil recordaba con cierta frecuencia que Cristo había llorado al ver
los horrores de la destrucción de Jerusalén. Cristo se habría preguntado,
seguramente, en dónde estaba el Padre. ¿En dónde está el Deus Absconditus? ¿Por qué permite el mal, el dolor, la tragedia,
la enfermedad, la pobreza? Paradojas de lo divino: lo ausente se hace presente.
En efecto, el mal como problema metafísico que hasta cierto punto se traduce en
la ausencia de Dios, es el que motiva las reflexiones místicas de Simone Weil.
La huida, la reducción a la nulidad de este mundo deteriorado, es el remedio
más efectivo para curarnos del desarraigo. El mundo es un escenario
profundamente desalentador. Pero sólo en un entorno aflictivo pueden florecer
la esperanza, la fe y el amor. La paradoja de lo divino, estar presente estando
ausente, es algo que Weil conoció a partir de su interés en la filosofía griega
(especialmente la de Platón, el fundador de la mística occidental, en sus
propias palabras), en la tradición cristiana y en la recitación del
Padrenuestro. Al morir en 1943 Simone Weil dejó sus ensayos espirituales y
algunas meditaciones religiosas (incluido, por ejemplo, un comentario al
Padrenuestro) al padre Joseph Marie Perrin.
El padre Perrin reconoció con profundidad la vida interior de Simone
Weil. Tras una visita que en 1937 hiciera Simone a la campiña de Asís, en
Italia, quedó sinceramente impactada por la capilla de Santa María degli
Angeli. Encontró la belleza del templo contrastante con la fealdad del mundo. A
partir de dicha experiencia estético-religiosa sospecha que la creación es un
acto a través del cual Dios emprende la retirada del mundo. Dios crea y
abandona su creación porque prefiere apostar por la libertad de los seres
humanos. Plantea así una dificultad teológica discutida por los teólogos más
destacados del siglo XX, desde Paul Tillich y Karl Barth hasta John Milbank y,
por extraño que parezca, por pensadores contemporáneos como Slavoj Žižek (véase, por
ejemplo, el recién publicado The
Monstrosity of Christ, MIT, 2009, una conversación entre Milbank y Žižek sobre las
paradojas del cristianismo). Dios, según Simone Weil se ha retirado: la
creación ha sido al mismo tiempo des-creación. El mundo, pues, está vacío de
Dios. Y escribe:
Es necesaria la representación
del mundo en la que exista el vacío con la finalidad de que el mundo tenga
necesidad de Dios. Eso entraña dolor. Amar la verdad significa soportar el
vacío y, por consiguiente, aceptar la muerte. La verdad se encuentra al lado de
la muerte… en instantes de vacío mental, de intuición pura. Sólo en instantes
así se es capaz de lo sobrenatural. Quien por momentos soporta el vacío, o bien
obtiene el pan sobrenatural, o bien cae. El riesgo es terrible, pero hay que
correrlo.
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